Lo que nos separó estaba sobre una mesa en la sala del tribunal: un teléfono. Como dijo el juez para que constara en el acta, yo comparecía en mi divorcio “por teléfono”.
Eso fue hace 17 años, antes de que existiera Zoom. Desde mi casa en Oakland, California, a 3218 kilómetros del tribunal del Medio Oeste donde estaba mi marido, me acerqué el auricular al oído y oí toses y murmullos, sillas que se arrastraban y puertas que se cerraban. El juez le preguntó a mi marido la fecha de nuestro matrimonio. No supo contestar.
“¿Por qué siempre es el hombre el que olvida?”, preguntó el juez.
Alguien se rio (me imaginé a un agente judicial actuando como el compinche de La jueza Judy).
“19 de julio de 1998”, dijo por fin mi marido.
Habíamos empezado a salir ocho años antes de aquel día, cuando éramos jóvenes músicos en una orquesta de formación de Miami. Todo el mundo tenía el mismo objetivo: conseguir un puesto en una orquesta estable y ganarse la vida haciendo música.
Más que un trabajo, la música era nuestra identidad. Las audiciones son brutales. Hay pocas vacantes y no es poco común que 100 músicos se presenten a cada una. Mi marido y yo nos enfrentábamos a esa probabilidad: si teníamos suerte y conseguíamos trabajo, quizá estaríamos en ciudades distintas.
Tras cuatro años en la orquesta, conseguí un puesto de percusionista en la Ópera de San Francisco. Años después, tras trabajar por cuenta propia en Nueva York, mi marido se incorporó a una orquesta en el Medio Oeste. La mayoría de las parejas en nuestra situación romperían, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a elegir entre el trabajo y la relación. Así que, durante seis meses al año —lo que duraba mi temporada de ópera—, nos comprometimos a mantener una relación a distancia y, con el tiempo, un matrimonio a distancia.
Ahora ese matrimonio llegaba a su fin. Intenté imaginarme a mi marido en la sala del tribunal. Era finales de octubre. Llevaría una chaqueta ligera de invierno, una azul oscuro. ¿Lloraba? Lo dudaba. A diferencia de mí, él tenía público. Cuando los músicos estamos en el escenario, ocultamos nuestros sentimientos. Si tocamos bien, sonreímos y hacemos una reverencia. Si tocamos mal, sonreímos y hacemos una reverencia. Hemos aprendido a mostrar solo el lado bueno.
“¿No tiene hijos pequeños?”, le preguntó el juez.
“No”, respondió.
Después de las matinés de los domingos durante mi temporada, a menudo tomaba el tren BART hasta el aeropuerto y volaba al este en un vuelo nocturno que iba medio vacío. Aprendí a reservar un asiento en la parte de atrás, con la esperanza de poder recostarme. Bebía café y daba tumbos por el Aeropuerto O’Hare, buscando mi vuelo regional de conexión.
Después de 24 horas juntos, yo partía el martes por la mañana y llegaba a San Francisco a tiempo para ensayar. En una ocasión, pasamos juntos una semana entera: yo estaba con él aquel 11 de septiembre y tardé cinco días en tomar un vuelo de vuelta.
Con el pasar de los años establecimos un ritmo. Añadir niños a la composición no parecía posible.
Sin embargo, eso me parecía bien porque ya teníamos muchas cosas con que lidiar. Enamorarme de la manera en que mi marido tocaba era enamorarme profundamente de él. Me encantaba su dedicación al arte, cómo todas sus emociones se reflejaban en la música. Me encantaba su devoción por sus padres y por nuestro antiguo gatito, Blackie, sobre el que escribió un hermoso elogio. Éramos dos músicos en sintonía: nunca tuvimos que explicar la ansiedad que nos producía la interpretación ni justificar la necesidad de practicar. A él y a mí nos encantaba estar juntos, aunque solo fuera para practicar en la misma casa.
Cuando los años se convirtieron en una década y luego en algo más que una década, “estar juntos” era exactamente lo que nos faltaba. Durante la mitad de los años transcurridos desde que dejamos Miami, hablábamos pero no nos tocábamos; compartíamos referencias pero no experiencias. Cuando su madre sufrió una crisis nerviosa e ingresó en el hospital, yo estaba a miles de kilómetros de distancia, como también lo estuve cuando él y un flautista fueron víctimas de un intento de robo a mano armada mientras metían sus cosas en el auto antes de un concierto a primeras horas de la mañana. Se perdió mi ópera inaugural el primer año, y todos los años siguientes.
Los músicos debemos sentirnos cómodos con la soledad: pasamos horas solos en las salas de ensayo. Pero la soledad en nuestra vida personal era más difícil de soportar.
En San Francisco yo nunca volvía a una casa vacía. Poco después de mudarme allí, acepté alojarme en casa de unos amigos y nunca me fui. Se convirtieron en mi familia de la Costa Oeste. Estaba rodeada del caos y la compañía de tres niños y dos adultos. A lo largo de los años, no había visto cómo mi marido se iba aislando, el daño que le habían causado los años de dejarme en el aeropuerto, donde cada vez que me recogía era solo el preludio de la siguiente ocasión en que me volvería a dejar ahí.
La soledad en el matrimonio es la peor de las soledades. Incluso para dos músicos, el sonido no era suficiente. Con el tiempo, la distancia fue demasiado.
Ahora, de vuelta en el tribunal, había silencio. Me imaginé al juez haciendo una lista, marcando casillas. Declaró que ninguno de los dos pedía pensión alimenticia, que cada uno tenía seguro médico. Confirmó que habíamos dividido nuestros bienes.
El divorcio supuso el desmoronamiento en cámara lenta de lo que habíamos construido. El anillo de boda de su abuela fue a parar a mi caja fuerte; no podía imaginarme la logística de devolverlo sin llorar. Nuestra cuenta bancaria conjunta se dividió en dos. (Al teléfono con el representante del banco ni siquiera pude pronunciar la palabra; dije que nos estábamos “separando”).
Frente a mi casa de la Costa Oeste, un conductor de FedEx descargó mis instrumentos de percusión: tambores, platillos, marimba y vibráfono. Mi exmarido se quedó con toda la música de clarinete que yo adoraba: dejé de ir a Peet’s Coffee porque en su lista de reproducción estaba el Concierto para clarinete de Mozart y no soportaba oírlo.
Solo teníamos un bien importante que dividir. A las puertas de una tienda de UPS en la avenida Shattuck, rompí a llorar tras renunciar a reclamar nuestra casa. Cinco años antes habíamos comprado la casa de nuestros sueños. La firma del notario disolvió el sueño.
Solo habían pasado 30 minutos desde que llamé para pedir el divorcio. Nuestro matrimonio terminó a las 7 a. m., hora del Pacífico. Mi ex salió del juzgado, fue al estacionamiento y me llamó. A través de los kilómetros, lloramos juntos.
Yo estaba destrozada. Él y yo habíamos pasado los veranos en Santa Fe y, tras nuestro divorcio, soñaba con los arroyos de la región, hoyos donde alguna vez hubo algo, pero ya no estaba. Mi casa, con sus cinco ocupantes, estaba demasiado llena de vida: me dediqué a conducir por las calles de Oakland. Sola en mi auto, aullaba.
Noche tras noche iba a trabajar al foso de orquesta, un lugar donde el tema más común de la ópera —el amor que sale mal— se desarrollaba constantemente sobre el escenario. Leonora elige el veneno antes que un matrimonio forzado. Madama Butterfly prefiere eviscerarse a la humillación conyugal. Senta se arroja al mar cuando parte el Holandés Errante.
Las historias no ayudaban, pero la música sí.
Una de las óperas de nuestra rotación era El caballero de la rosa. Casi al final de la ópera, la Mariscala y los dos jóvenes amantes se reúnen para cantar sobre la vejez, el amor y la pérdida. Sus voces se entrelazan y se superponen; las líneas interiores, que luchan por hacerse oír, se abren paso y se cruzan. Sus cuerpos resuenan juntos.
En los momentos finales del trío —cuando sus voces se elevan, cada una tratando de llegar más alto que la otra— hay tanta resistencia y conflicto entre ellas que ansiamos que se resuelva. Cuando la música finalmente se resuelve, también lo hacen las relaciones, y la mujer mayor, con tranquila dignidad, se hace a un lado.
Con el tiempo, el dolor, como la música, se modula. Una pareja divorciada tiene suerte si cada uno encuentra la paz por separado. La armonía, sin embargo, requiere dos voces.
En los primeros años después de nuestro divorcio, mi ex y yo seguíamos hablando todos los días. No podíamos desprendernos de esa conexión. Era un hábito, un consuelo; necesitábamos la voz del otro. Durante los intermedios de la ópera, subía las escaleras del sótano para encontrar un lugar privado desde donde llamarlo, dejando atrás el sonido de la ópera. Con el celular en la oreja, mi ex y yo hablábamos de música, de maestros, de colegas.
Años más tarde, hablamos de Al y Tipper Gore, que acababan de anunciar su separación. “Es triste”, dije. “Estuvieron casados 40 años. Pero supongo que es más triste seguir casado y ser infeliz”.
“Eso está sobrevalorado”, dijo mi ex.
“¿Qué cosa?” Le pregunté. “¿El matrimonio o el divorcio?”.
“La felicidad”, respondió.
A través de los kilómetros nos reímos, juntos.
Como matrimonio, nuestras voces no habían sido suficientes. Sin embargo, para dos personas que se tambaleaban tras un divorcio, el teléfono se había convertido en un salvavidas, un aterrizaje suave mientras nos adentrábamos en nuestras nuevas vidas separadas.
Patti Niemi, escritora y percusionista en San Francisco, es autora del libro de memorias Sticking It Out.