“¿Por qué no?”, digo yo. “¿Qué tiene de malo ser difícil?”.
Sin embargo, en mi propio matrimonio, no estaba siendo difícil del modo en que abogo por mis clientes. Estaba siendo difícil de una forma mucho más corrosiva. Reservada y resentida, dejé de hablar con mi marido de lo que me pasaba más allá de lo estrictamente necesario. Había muchas otras cosas de las que hablar —nuestros hijos adolescentes, su trabajo, las noticias—, pero había dejado de compartir cosas sobre mí.
Él no parecía darse cuenta. La intimidad emocional que antes compartíamos había desaparecido de nuestra relación. Y a medida que lo hacía, me sentía cada vez más aislada. Había preparado mi defensa contra él en mi cabeza (algo que desaconsejo a mis clientes), diciéndome que él era la persona incapaz de acercarse, que él era el emocionalmente tacaño y que él no tenía ningún interés en mí más allá del papel de ayudante que desempeñaba en su vida. Nuestra vida juntos era armoniosa y cálida por fuera, pero por dentro me sentía sola y resentida.
¿Por qué podía ayudar a otras personas de la misma manera en que yo necesitaba ayuda? Si alguien —ya ni hablar de mis clientes, ni de mis amigos— supiera lo poco que me hacía valer en mi matrimonio, me avergonzaría.
A decir verdad, si llevara la cuenta de quién de los dos tuvo más influencia en nuestras decisiones importantes, quizá saldríamos empatados. Seguimos viviendo en Brooklyn porque él quiere, pero tenemos un segundo hijo porque yo quise. En cualquier caso, lo veo como un pedazo de granito, inamovible e inflexible, mientras que yo me veo como el agua, que necesita rodearlo para conseguir lo que quiero, deslizándome por grietas y fisuras para evitar problemas.
Inevitablemente, sin embargo, tendremos que tener una conversación difícil. Una conversación sobre tener un perro, por ejemplo.
Finalmente, una noche que salimos a cenar sin nuestros hijos, respiré hondo y le dije: “Quiero hablarte de algo, y sé que no te va a gustar”.
Se preparó para las malas noticias.
“Creo que deberíamos tener un perro”, le dije.
“Es broma, ¿no?”.
Negué con la cabeza.